La sucesión
Por: Ivan Oliver Rugeles
Uribe, como Jalisco en la canción mexicana, «nunca pierde y cuando pierde arrebata»
Bueno: ¿y si no le sale?
Porque él va, va.»Corre», como dicen sus áulicos, traduciendo literalmente el verbo «to run» que se usa en inglés para decir que alguien presenta su candidatura. El presidente Uribe lleva ocho años presentando su candidatura presidencial (va en la tercera ), y un par de meses haciendo intensa campaña electoral en la radio y la televisión, así como en sus habituales consejos comunales de los pueblos. Va corriendo. Y, por no privarse de nada, va como candidato de la oposición; «¡¿Cómo es eso, ministro!» -le grita al de la llamada «Protección Social» por sus chambonadas con los decretos de salud. «¡¿Y qué resultados hay, general!»-le espeta a algún militar empantanado en la guerra contra el narcotráfico o enredado en el ovillo de la «seguridad democrática», hecha de recompensas y de muertos. Va a la carrera, sin más tapujos que la astucia de no decir que va, con sonrisitas pícaras de boquita de rosa y parpadeos coquetos de ojos huidizos en la televisión.
Pero bueno: ¿y si no le sale?
Varias veces en los últimos ocho años, tanto en su primera como en su segunda intentona reeleccionista, he expuesto aquí mi convicción de que le da lo mismo: le salga o no le salga limpiamente la maniobra, él se queda en el poder. Cueste lo que cueste. El costo puede medirse sólo en dinero, en puestos, en contratos y promesas, como el de su primera compra de votos parlamentarios para la primera reforma de la Constitución. Puede medirse también en la corrupción profunda del frágil aparato democrático colombiano. A él le da igual. Él paga, él compra. Y, como Jalisco en la canción mexicana, «nunca pierde, y cuando pierde arrebata». Uribe está resuelto a seguir en el poder por compra, por autogolpe, por trampa, y si le resulta necesario por guerra con Venenzuela o por invasión de marines. Con el beneplácito de la Corte o sin él, con la votación del pueblo o sin ella, con la bendición de Dios o no. Y probablemente con la favorabilidad -como ahora llaman los encuestólogos a los resultados difusos de las encuestas- de todos ellos. La del pueblo: ¿no significan eso los millones de firmas que pide el referendo, compradas por Luis Guillemo Giraldo y pagadas no se sabe por quién? La de la Corte: terminará diciendo también que sí, como la vez pasada (aunque fuera otra Corte) y por las mismas razones: el miedo a lo que pueda pasar si se atraviesa. La de Dios: ya le dio el visto bueno.
Uribe consultó el tema de la encrucijada de su alma con distintas vírgenes -en Chiquinquirá, en Valledupar-, y recibió la confirmación definitiva en el santuario portugués de Fátima, a donde llegó en muletas y de donde volvió bueno y sano. Y también le chuleó su aprobación algún otro dios más siniestro, como se pudo ver en la entrevista televisada del miércoles con Yamid Amat, en la cual la cruz de ceniza de los cristianos había sido sustituida por un jeroglífico misterioso y maligno.
¿Y si a pesar de todo no le sale? Es que no puede no salirle. Pues en ese caso sería lo que él llamó en su momento «la hecatombe», de la cual ya se ven indicios en la rebatiña cada día más sucia de sus sucesores autodesignados -Uribito, Noemí, Santos-, que ya empezaron a perderle el respeto a su antiguo jefe; y, en consecuencia, a perder su confianza.
Un emperador romano de la decadencia observaba sabiamente que «nadie ha dado muerte a su sucesor». Lo habitual en la historia es lo contrario: que el sucesor dé muerte a su antecesor. Por eso Uribe sabe que no puede a estas alturas darse el lujo de soltar la presa. No quiere que sus sucesores le den muerte y lo devoren, ni siquiera simbólicamente: en ese macabro banquete ritual en el que los hijos, según Freud, comparten la carne todavía caliente del cadáver del padre asesinado.
Por eso no puede no salirle. Uribe tiene que ser su propio sucesor una vez más. Y no será la última.